El Grupo Pampa Negra tiene el agrado de compartir con ustedes el documento histórico "Recuerdos inéditos de Julio Valiente: La propaganda anarquista en la pampa salitrera", el que corresponde a las memorias redactadas, a pedido del historiador Marcelo Segall, por este obrero tipógrafo y autodidacta, en los años sesenta. Julio Valiente fue un incansable agitador anarquista durante las primeras décadas del siglo XX, animando espacios de propaganda ácrata en las oficinas salitreras de Estación Dolores, Negreiros, Pozo Almonte y La Noria, por donde hizo circular el periódico "La Ajitación", que contaba en su comité editorial, entre otros, al poeta popular anarquista Francisco Pezoa, autor del "Canto de Venganza", posteriormente musicalizado como "Canto a la Pampa". Con el tiempo, Valiente participó en instancias mancomunales y mutualistas, hasta llegar a ser uno de los fundadores del Partido Socialista en 1932. Nuestro amigo Víctor Muñoz nos compartió esta historia en el segundo número de nuestra publicación, arrojada a los vientos en verano del año pasado. Hoy seguimos difundiéndolas por todas partes.
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El siguiente texto es la traducción de un documento inédito, las memorias de Julio Valiente, redactadas en 1960 a pedido del historiador Marcelo Segall. Los originales se encontraban en Ámsterdam (Holanda), en el Instituto de Historia Social. Agradecemos al historiador Raymond Craib (New York) por transcribirlo y facilitárnoslo. Julio Valiente fue un agitador en el movimiento obrero, especialmente entre los trabajadores de imprentas.
Víctor Muñoz Cortés.
Repasando
en mi memoria los recuerdos de mi ya remota infancia, empezaré por rememorar, que
allá cuando yo tenía algo más de siete años, mi vida anterior había
transcurrido en la misma casa en que mi madre, viuda, me había criado a mí y a
mi hermana Blanca Rosa. Esa casa estaba ubicada en la vieja calle Bueras, entre
la Alameda de las Delicias y la ribera del Mapocho, al borde de lo es hoy el Parque
Forestal. Esta casa era un inmenso caserón con tres patios. En el primer patio
habían numerosas piezas; en el segundo estaban la cocina y demás servicios y en
el tercero, una huerta. Mi madre había buscado esa casa en ese sector para que
le sirviera bien a su objetivo.
En
efecto, recuerdo que cada año, más o menos recién pasado el mes de marzo,
aparecían por la cabecera de esa calle un desfile de carretas tiradas cada una
por tres yuntas de bueyes, cargadas hasta la puerta de nuestra casa. De esas carretas
empezaban a bajar los carreteros, sacos de papas, sacos de lentejas, sacos de
porotos, sacos de maíz y otros cereales; dos o tres barriles de miel de abeja y
otros alimentos que ya no recuerdo. Este acarreo venía sucediendo desde que yo
conserve alguna memoria.
Pero ese
año que recuerdo, esto tuvo un brusco término. Todos los frutos indicados
fueron distribuidos, como los años anteriores, en las diversas piezas de
aquella enorme casa. Para qué decir que yo, lo primero que hice, fue lanzarme
al ataque de un barril de miel.
Pero en
ese mismo año que aludo tuvo brusco y definitivo término ese apetecible acarreo
de frutos y de frutas. Tres días después del último acarreo, estaba yo jugando
en el primer patio de la casa, recién llegado de la escuela, y veo aparecer por
la puerta a mi abuelita, que venía de San Fernando. Al verla, grité a mi madre:
¡Mamita! ¡Llegó mi abuelita! Inmediatamente apareció mi madre.
Al verla,
mi abuela, en vez de saludarla, le gritó: ¡Se vendió el abogado! Y ambas,
confundidas en un apretado abrazo, se pusieron a llorar a gritos. No de
inmediato, sino muy posteriormente pude comprender el significado y el alcance
de aquel grito: ¡Se vendió el abogado! Dsde aquel momento, mi madre, que era
una mujer muy enérgica, determinó instalarse con un negocio, para poder seguir
viviendo. Toda la mercadería que quedó almacenada en las diversas piezas
sirvieron para instalar ese negocio.
Yo
continuaba estudiando en la escuela primaria y ayudando a mi madre en lo que
ella me necesitaba para aliviar sus quehaceres. Transcurrieron un
par de años
sin mayors novedades. Después de
ese tiempo mi madre se cambió de domicilio y a mí me cambió de escuela a mediados de año.
Me
matriculó en la Escuela Superior que don Francisco Preschle dirigía en el
faldeo del Santa Lucía, al llegar a la calle Merced. Allí me ocurrió un suceso
para mí de lo más raro. Ingresé a las clases algo atrasado, porque mi madre
tuvo algunas dificultades en la época en que ese año empezaron las clases. Al
iniciarse las clases, el día que yo concurría por primera vez, les llamó
poderosamente la atención a todos los chiquillos el ver un chiquillo nuevo en
la sala de clases. Empezamos con clase de aritmética. Cuando un profesor
preguntaba a un alumno cuanto era 5x5, el alumno no respondía directamente la
pregunta, sino que, tomando un acompasado sonsonete, repetía: 5x5 son 25. De
repente, el profesor se dirige a mí y me pregunta: 7x7. Lacónicamente, sin
vacilar ni repetir la pregunta, como hacían los demás, nerviosamente respondí ¡49!
Todos los chiquillos quedaron mudos y mirándome llenos [de] sorpresa. El
profesor me formuló otra pregunta y
respondí de la misma manera. Hubo un momento de expectación. De repente, un
chiquillo me formuló otra pregunta sobre otro número y respondí de la misma
manera nerviosa. De todas partes de la sala empezaron a salir preguntas sobre
diversos números. A todas respondí de la misma manera nerviosa y cortante. ¡Silencio!
gritó el profesor. Todos callaron. El profesor me hizo otra pregunta sobre
números y la clase terminó. Durante el recreo me rodearon muchos alumnos y me
formularon diversas preguntas.
Terminadas las clases
de la mañana, salimos de la Escuela y un grupo de niños de mi clase me
acompañaron por la calle Rosal, rodeándome. De repente, uno del grupo, se me
acercó y me dijo: cinco por cinco veinticinco, y me dio una terrible bofetada
en el pecho completamente a la descuidada. Ciego de indignación, le brindé una
terrible bofetada, dejándolo tendido. Inmediatamente otro tomó su puesto y
repitió la hazaña, con el mismo resultado. Otro chiquillo más grande me tomó el
brazo derecho y lo levantó en alto, proclamándome vencedor.
El primer
hecho de carácter público que yo recuerdo es el saqueo del 29 de Agosto de
1891. En esa época yo tenía 9 años. Nunca había oído hablar de política ni
conocía el significado de esa palabra. Yo me di cuenta de que algo extraño
ocurría en la calle al oír un gran bullicio y ver correr gente en diversas
direcciones. Mi madre había trasladado su negocio a la Alameda de las Delicias,
inmediato a la calle Villavicencio en el barrio cercano al Cerro Santa Lucía.
Vi que casi toda la gente corría hacia el Cerro, entrada por la calle Valdivia.
Yo también corrí, a la novedad. Al llegar por la calle Valdivia, vi, lleno de
asombro, que un piano era arrojado desde el segundo piso de la casa del señor
Próspero Bisquert, ubicada en la misma calle de Valdivia con la calle del
Cerro, destrozándose completamente. Mi curiosidad me condujo hasta la misma
casa de esa familia, y pude presenciar el inolvidable espectáculo de la que es
un saqueo, palabra y hecho para mi totalmente desconocido hasta entonces.
Perplejo pude presenciar cómo la gente, sin escrúpulos ni sobresaltos, cogía
toda clase de objetos y muebles que no eran suyos y partía con ellos, sin que
yo pudiera entender nada de las razones que los inducía a proceder en esa
forma. Estuve un par de horas presenciando ese
espectáculo.
Volví a
mi casa, sin haber hecho otra cosa má [sic] que mirar, extenuado y lleno de
cansancio, abrumado por un peso extraño y desconocido. La familia Bisquert era
una de las familias más consideradas y estimadas de ese barrio. Yo no pude
comprender nada de lo sucedido. Recuerdo que, posteriormente a ese período, mi
madre me enviaba continuamente a otros negocios a comprar mercaderías que ella
misma tenía en el suyo, dándome [sic] siempre un billete de cien pesos para
comprar y recomendándome que exigiera que el vuelto me lo debían dar en oro.
Para el caso que en el otro negocio no me dieran el vuelto en oro, no debía
comprar nada. Yo efectuaba ese mandado [sic], pero sin entender palabra del
motivo que mi madre tenía para exigir el vuelto en oro. Un día pedí a mi madre
que explicara la razón de esa exigencia. –Mira-, me dijo, el oro que hay en
circulación se va a acabar pronto, porque los ricos la van a recoger todo, y va
quedar sólo el papel, como moneda circulante. Por eso nosotros debemos recoger
todo el oro que podamos para resguardarnos para el futuro. Después, el oro que
guardemos tendrá premio.
Efectivamente,
el oro desapareció de la circulación y vi a mi madre muchas veces salir al
centro a cambiar sus monedas de oro por billetes, en cuyo cambio ganaba premio.
Transcurrieron algunos años, y a medida que iba creciendo y oyendo entre la
gente los comentarios de los sucesos que continuaban ocurriendo, pude ir
fijando mi atención sobre lo que ocurría a
mi alrededor. Pronto pude darme cuenta que el pueblo, la gente
trabajadora, como se llamaba entonces, empezaba a formar organizaciones para
defender los derechos del pueblo, según la expresión común de la época. La más
nombrada de las organizaciones existentes en Santiago era la “Sociedad de
Obreros de San José”, que el público motejó con el nombre de “Los Josefinos”,
institución que entonces era la única genuinamente popular y que a todas luces
era manejada y controlada por el clericalismo, y que era lo que hoy se
llamaría, la fuerza de choque manejada por los
curas.
Por esa época,
el poder y la influencia del clericalismo era incontrarrestable en la masa
popular y en toda la sociedad chilena. A tal extremo llegaba esa influencia
que, al pasar un sacerdote al lado de uno, por la calle, era indispensable que todo
hombre debía descubrirse ante el sacerdote y manifestarle su respeto. Si el
sacerdote era portador del “Santísimo”, acompañado de un sacristán, en tal caso, el transeúnte debía descubrirse y arrodillarse inmediatamente. Si alguien, por
descuido o por determinación voluntaria, omitía esta obligación, era de
inmediato agredido por cualquiera persona que pasara por su cercanía, o por el sacristán
[sic] que acompañaba al sacerdote, en la forma más despiadada, por considerar
que esa actitud era un sacrilegio, tildándolo, además, de salvaje.
Paralelamente
con esta convivencia empezaron a perfilarse en el ambiente local, algunas ideas
liberadoras en el seno de las clases
populares. La primera manifestación ostensible fue la aparición del diario
radical “La Ley”, ocurrida en 1894, que llevó a la clase media y popular ideas
enteramente desconocidas anteriormente entre el pueblo. El clericalismo se
lanzó de inmediato contra esa publicación, tratando de aniquilarle, hasta el
extremo de lanzar una excomunión mayor contra los redactores, impresores, operarios
y empleados de la empresa, y contra toda persona del público que leyera el
diario o facilitara su circulación.
Todo el
final de ese Decenio se llenó de esa lucha entre el clericalismo y sus
impugnadores y se entró en el nuevo
siglo con las candentes campañas anticlericales. Junto con esto,
pequeños grupos de obreros e intelectuales empezaron a publicar algunos
periódicos anarquistas, que siempre se distinguieron por sus ataques a los
partidos políticos y aconsejaban [sic] al trabajador no creer en caudillos ni
politiqueros y recomendaban la acción directa del pueblo por medio de sus
organizaciones gremiales. Esta propaganda me convenció y entré de inmediato a
formar en los grupos que se encargaban de su difusión. Entre esos periódicos,
el más durable y permanente fue “La Agitación”, dirigido por Agustín Saavedra
Gómez, obrero cajista, prematuramente desaparecido.
En este
grupo, “La Agitación”, formaron parte numerosos compañeros anarquistas,
comprometidos a financiarlo, entre los
que recuerdo, aparte de Agustín Saavedra Gomez, que lo dirigía, a Eulogio
Sagredo, Ismael Orellana, Nicolás
Orellana, Magno Espinoza, Temístocles Osses, Juan Pruneda, Julio E.
Valiente, incorporado al final al grupo. En el año 1904 conseguí con otros
jóvenes fundar un grupo de propaganda anticlerical que llamamos “Centro de
Propaganda Anticlerical Giordano Bruno”. Este Centro continuó la labor
anticlerical sostenida anteriormente, en forma más organizada y permanente, y
eligió su Secretario General a Julio E. Valiente.
Estaba un
día domingo, en la mañana, en la Secretaría esperando la llegada de los socios
del Centro, cuando apareció un señor decentemente vestido, alto, fornido, y
solicitó hablar con el Secretario de ese Centro. Al indicarle que era yo el Secretario,
se mostró complacido y me manifestó que venía con el propósito de ofrecer a
este Centro Anticlerical [sic] el
concurso de un cura, que deseaba abrir una enérgica campaña
anticlerical. Confieso que mi extrañeza fue enorme y quedé abismado ante semejante
posibilidad. Pero a poco de conversar, y habiendo llegado otros miembros del
Centro, quedamos de acuerdo en que el Centro Anticlerical Giordano Bruno
patrocinaría una campaña anticlerical que iniciaría el presbítero don Juan José
Julio Elizalde, que posteriormente pasó la Historia con el nombre de El Pope Julio.
La
primera conferencia dada por el Pope Julio se llevó a cabo a principios del año
1904, en el Teatro Lírico, existente en esa época en la calle Moneda entre
Amunátegui y San Martín. Concurrió una
regular cantidad de público. A causa de la novedad de que un cura
hubiera iniciado una ácida campaña de propaganda en contra de los otros curas,
llamó mucho la atención, y al sábado siguiente concurrió tanta gente que el
teatro se hizo estrecho. Al tercer sábado la concurrencia fue tan
extraordinaria, que yo, que estaba situado al lado de mi amigo Ismael Orellana,
notamos un ruido que nos pareció un crujido. Nos consultamos y acordamos
cambiarnos al otro
costado del teatro. Apenas llegamos al otro extremo, un
tremendo crujido anunció el derrumbe del costado del teatro en toda la parte
donde recién habíamos estado pardos nosotros. La confusión fue una cosa
horrenda. Hacer ahora una descripción de aquella catástrofe, sería inoficioso.
Solo diré que hubo alrededor de 20 muertos y unos ochenta heridos. Esto era el
día sábado en la noche. El domingo, desde la primera misa, se predicó en todos
los templos que eso era un claro castigo de Dios. Sin embargo, la campaña del
Pope Julio continuó adquiriendo cada vez más consistencia. Junto con la labor
de agitación anticlerical, yo atendía mis labores organizadoras de me gremio,
el de las Artes Gráficas, y de propaganda sindical, que en ese tiempo se
iniciaba con gran fervor.
Derrumbe del Teatro Lírico en 1904, donde
falleció la sombrerera anarquista María del Tránsito Caballero. Revista
Sucesos.
A
principios de 1905 recibí una información transmitida por algunos compañeros
del Norte, por la cual solicitaban la cooperación de un compañero, ojalá joven,
que fuera capaz de escribir y compaginar un periódico semanal, ya que había en
la región salitrera de Iquique un grupo de compañeros anarquistas entusiastas
que estaban dispuestos a financiar un semanario. Sin considerarlo mayormente,
puesto que yo me sentía capaz para el cargo y siempre dispuesto para desempeñar
tales trabajos, me ofrecí para desempeñar ese puesto. No podía desperdiciar esa
oportunidad para dedicarme por entero a una empresa de propaganda. En esa época
yo estaba cercano a cumplir 23 años. Convencí a mi amigo y compañero Francisco
Pezoa Astudillo a que me acompañara en esta aventura. Este compañero ha
fallecido no hace mucho cuando desempeñaba el puesto de Corrector de Pruebas en
la imprenta de la Universidad de Chile.
Vino de
Iquique el compañero Ignacio Mora Avendaño, en representación del grupo
anarquista que financiaría el periódico,
portando el dinero para comprar la imprenta y pagar los pasajes. A principios
de Abril de 1905, desde la Estación Mapocho, partimos juntos a Iquique, Pezoa,
Mora y yo. Cuando ya estábamos en el tren, se nos ocurrió hacer un balance de
lo que llevábamos para ese largo viaje. Pezoa no llevaba un centavo; yo tenía
50 centavos en el bolsillo. Mora portaba el dinero justo para llegar todos a
Iquique. Una vez llegados a Iquique, los gastos siguientes correrían por cuenta
del Grupo de compañeros anarquistas que habían solicitado nuestro viaje.
Llegamos a Iquique a mediados de Abril de 1905. Pernoctamos una noche en ese
puerto y al día siguiente, en el primer tren,
sin siquiera interesarnos por conocer el puerto, partimos a Estación
Dolores, una estación de ferrocarril que no tenía más que una calle de tres
cuadras y una estación ferroviaria. Hechas las presentaciones de rigor,
entramos a tomar posesión de dos piezas para establecer la imprenta y una para
dormitorio de nosotros. De inmediato empezamos a trabajar.
El
Primero de Mayo de 1905 entregamos un número en rojo del Semanario “La
Agitación”. “La Agitación” continuó apareciendo regularmente todos los días
sábados casi todo el resto del año. El dueño de casa, compañero Juan Domingo
Valdés, que era un entusiasta y decidido compañero anarquista, puso a
disposición nuestra, su casa y el trabajo de toda su familia. Durante todo el
tiempo que duró la vida del periódico, nada nos faltó. El compañero Valdes
ganaba su vida como contrabandista. Este era el primer problema de esa época en
la Pampa Salitrera. Las compañías salitreras mantenían concesiones de pulperías
en cada oficina salitrera. Los concesionarios o pulperos vendía a los
trabajadores todas las provisiones que necesitaban ellos y sus familias, tanto
alimenticias como de vestuario y calzadas. Aparte, en concesiones separadas,
existían concesiones de ‘fondas’. Los fonderos o concesionarios de fondas, eran
propietarios de una especie de “Cocinerías”, en la que se servían sus alimentos
los trabajadores salitreros de la oficina. Los casados estaban autorizados para
que sus mujeres les cocinaran en sus
casas. Las pulperías y las fondas se aprovisionaba adquiriendo sus mercaderías
al por mayor en los mismos puertos y algunas traídas desde Valparaíso. Con esta
manera de aprovisionarse, la competencia era imposible. Sin embargo, vendiendo
sin competencia posible, las pulperías no vendían su mercadería a justo precio,
y eran tan elevado los precios de venta, que los trabajadores discurrieron
diversas maneras de Defenderse [sic]. De ahí el nacimiento de la profesión de
contrabandista [sic].
El
contrabandista (profesión de nuestro compañero Valdés en esa época), compraba
en Iquique todas aquellas mercaderías que él llamaba de batalla, que consistía
en azúcar, café, té, yerba, arroz, pantalones de trabajo, camisas,
calzoncillos, géneros, lienzos, tocuyos, y todo otro encargo que le hacía su
vasta clientela y que él vendía mucho más barato que las pulperías. Desde
Iquique hasta Estación Dolores, no recuerdo la
distancia exacta para recorrer en ferrocarril; pero creo que no son menos de 80
kilómetros, tenía que recorrer nuestro compañero Valdés para traer su
mercadería y competir con las pulperías. De eso vivía. En las oficinas
salitreras, en las que vendía su mercadería, no podía entrar de día, porque eso
le significaba la inmediata expulsión hace la Pampa inclemente, sin excluir la
posibilidad de ir a parar al retén de Carabineros. En tal caso, debía entrar a
las oficinas solamente de noche, lo más probable sobornando a los serenos, que
cuidaban el campamento a toda hora del día y de la noche, o burlando su
vigilancia.
Este
audaz compañero, que así conducía su existencia, para ganar el sustento de su
familia, era el hombre más indicado para ayudarnos a colocar “La Agitación” en
las oficinas que él visitaba siempre en las altas horas de la noche. Esta treta
tuvimos que aprenderla yo y Pezoa para la distribución nocturna de “La Agitación”, y antes de un mes
ya habíamos aprendido a visitar de noche todas las oficinas del cantón de Junín,
donde estaban ubicadas las oficinas Hervaska, California, Santa Catalina, San
Francisco y otras que no recuerdo. Todos los sábados en la noche partíamos a
pie Pezoa y yo, guiándonos por la luz de la luna, cuando había, y a plena
obscuridad cuando no, para desviar nuestro camino, aguaitando la tétrica figura
del sereno, y desviar nuestra ruta. Nos introducíamos al campamento y con la
mayor rapidez metíamos por debajo de las puertas un ejemplar de “La Agitación.”
Ante esta osadía, la Administración siempre ordenaba la misma medida: que los
serenos dispararan después de las diez de la noche contra cualquier bulto que
se observara dentro del campamento. Sucedió algunas veces que los serenos nos
disparaban; pero perdieron sus disparos, porque nosotros corríamos más ligero
que las balas.
La vida
del semanario “La Agitación” en nuestras manos no tenía mayores alternativas.
Nuestro trabajo era permanente y continuado y su aparición regular. Lo único
extraño para nosotros fue que no era sensible para nuestro entendimiento el
efecto de la circulación de nuestro periódico en el público. Toda la
circulación del semanario se hacía mediante el correo o por debajo de las
puertas. La única cosa sensible fue que, al empezar la publicación del primer
número, arrendamos una casilla en el correo de esa Estación y pasó lo menos
unos dos o tres meses sin llegar ninguna correspondencia. Pero después de
transcurrido ese tiempo, empezó a llegar tanta correspondencia, cartas y
canjes, que alarmó a los propios empleados del correo, y a nosotros nos alegró
mucho porque los canjes los aprovechamos para recortar muchas cosas
interesantes que mejoraban la calidad de nuestro seminario y nos traían
lecturas que nos servían mucho en aquella soledad, y la correspondencia era la
base de nuestra orientación y favorecía la circulación del semanario.
De ese
modo transcurría nuestro trabajo desde mediados de Abril hasta el 18 de
Septiembre. Ese día, entre el jefe de Estación, el juez y el comandante de
policía, hicieron levantar un tabladillo frente a la Estación. Una banda de
músicos alegraba el aniversario patrio y un muchacho de la Escuela local recitó unos versos. El tabladillo quedó
desocupado. Pezoa y yo acordamos
contribuir a esa celebración. Yo nada pude hacer, sencillamente porque hasta
esa fecha nunca había hablado en público. Ese no era el caso de Pezoa, que era
un buen orador. Subió al tabladillo e hizo una historia de la fecha que se
celebraba. Y en su relato, hizo conocer al público la intervención que cupo a
cada uno de los que actuaron en aquella célebre oportunidad. De paso, dio a
conocer también la obra negativa que realizo el clero en aquella fecha. Terminó
su discurso, descendió de la tribuna y nadie se preocupó nada más de ello,
porque nadie más quiso ocupar esa tribuna. Esa misma noche, hubo en los
pasillos de la Estación una tocata de una improvisada banda de músicos, también
improvisados, ante una escasa concurrencia, que más no podía dar el vecindario
de esa Estación. A poco de llegar todos nosotros, vimos, con gran extrañeza,
llegar al señor Cura, acompañado de tres guardianes y del Comandante de
Policía, que se acercaban a nosotros y nos notificaban rendición. El señor Cura
se acercó a mí y me dio una fuerte palmada en la cara y pedía a gritos a la
policía mi detención y la de todos los que me acompañaban. Fuimos sin tardanza
conducidos al cuartel, y allí, sin
explicación alguna, los tres, Valdés, Pezoa y yo, fuimos colocados en la
barra con doble anillado en las canillas.
Esto
sucedía el día sábado en la noche. El día lunes fuimos llevados ante el juez.
Sin preguntarnos nada y sin decirnos nada, fuimos puestos en libertad. Volvimos
a la imprenta. Hicimos unos volantes, echando todo a la broma, y dimos vuelta
la hoja. Continuamos nuestras tareas sin cambios. Un par de meses después, más
o menos a mediados de Noviembre, tuvimos
el tropiezo final, que dio al traste con toda esa campaña. De repente, como que
era una cosa enteramente inesperada, apareció y se desarrolló por toda la Pampa
una terrible epidemia de viruela, como nunca se ha vuelto a ver en este país.
Sin dar tiempo para nada, sin siquiera poder preparar defensa alguna, en cada
oficina apareció un enfermo de viruela, y luego otro y otro. Nadie supo
preparar ninguna defensa. La Administración de todas las oficinas sólo pudieron
hacer una sola defensa: crear Lazaretos distantes de cada oficina. El Lazareto
consistía en hacer cuatro grande, construida de calaminas, con una puerta y una
ventana. La puerta y la ventana estaban siempre abiertas. La puerta servía para
entrar al varioso apenas empezadas las primeras manifestaciones de la fiebre.
La ventana servía para tirar por ella al enfermo, algo de comer. Este servicio lo hacía un hombre que pasaba al galope
lento de un caballo, y le tiraba al enfermo un paquete con alimentos. No había
enfermeros. Todo el mundo estaba aterrorizado. No había médicos para este
horrible contagio. Mi compañero Pezoa desapareció. Supe después que había
llegado a Iquique sin novedad. Fue para mí un gran alivio. En la casa en que estaba la imprenta vivía la
familia del compañero Valdés, y al lado, vivía el compañero Segundo Canedo,
peruano, y muy fiel compañero de causa. Entre ambas familias sumaban nueve
chiquillos. Todos enfermaron de viruelas. Las autoridades sólo tenían una
receta: desalojar las casas en que hubiera contagio. Mi entender y la práctica
de lo que había sucedido en todas partes, era que ese procedimiento significaba
un simple asesinato. En la casa en que yo alojaba y estaba la imprenta en que
se imprimía “La Agitación”, se albergaban nueve variolosos: los nueve
chiquillos de ambas familias. Qué debía hacer
yo? Por felicidad, en los más graves
problemas de mi vida, he podido conservar mi serenidad. Por eso me formulé esta
pregunta: Qué debo hacer yo? Mi respuesta fue muy clara: [fin del documento]
Cliché del Periódico “La Ajitación”
(Estación Dolores). Diseñado por el artista Benito Rebolledo.